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Cuando una Mujer de los Andes Recibió a Cristo
 
 

Por Walter M. Montaño

1950

 Sin duda alguna, podemos decir que después de cuatrocientos años, poco le ha dado la Iglesia Romana a Latinoamérica – Una tierra en donde la mayoría de la gente nunca ha escuchado el Evangelio, y en donde se sabe muy poco acerca de Dios. El concepto que de Él se tiene es el de un hombre viejo con una larga barba blanca que está muy cansado y físicamente débil, quien vive muy lejos, y quien está muy distante; se le considera como un personaje terrible dado a imponer castigos más nunca amor. Por esto, se le tiene miedo a un Dios que más bien se asemeja a un monstruo y a un tirano de quien se huye en vez de acercarse a Él. 

La Iglesia Romana ha dejado una tierra en la que mucha gente sabe que Cristo murió hace mil novecientos años, pero a quien se le considera hoy como si fuera tan sólo un cadáver. Ellos adoran, a su manera, a un Cristo muerto, pero no tienen el concepto, ni se dan cuenta, de las maravillas y de la gloria del Cristo resucitado, de nuestro poderoso Señor quien vive por siempre. 

La Iglesia Romana ha dejado a una tierra en la que la gente habla muy a la ligera de la religión, en donde aún se usan los nombres de la deidad, no para jurar, sino simplemente como expletivos en vez de decir "Oh” u otras expresiones de sorpresa (”My”!), pero con una gran ignorancia del verdadero Evangelio. Gente que es perversa, ladrones, bebedores, y personas semejantes, piensan que lo único necesario, ya sea para adorar o para la expiación del pecado, es el revestirse de rosarios, el inclinarse ante las imágenes, el santiguarse (que significa el hacer la señal de la cruz en la parte frontal del cuerpo), o el usar medallas con imágenes de santos ajustadas a sus ropas con prendedores. 

La Iglesia Romana ha dejado una tierra en la que millones de indígenas viven bajo las condiciones más lamentables, siendo su religión una mezcla de paganismo y Catolicismo. Lo que significa que, mientras que ellos siguen adorando al sol, a la luna, y a otros objetos de la naturaleza, también se inclinan ante cruces de madera hechas por ellos mismos, las que en realidad para ellos son una representación de su Padre Celestial... 

Cuán vívidamente nos acordamos de una experiencia que tuvimos mientras estábamos en el Perú. De la ciudad de Lima, con su combinación de modernas secciones y de una vieja arquitectura Española, yendo desde el nivel del mar hasta a una altura tremenda de 4.88 kilómetros; nos llevaba de unas seis a siete horas por tren o por auto para alcanzar la cima de los Andes; aquí, las montañas están cubiertas de nieve, avanzando con dificultad en tren o en auto, y con mucha gente que muere debido a lo enrarecido de la atmósfera. 

Al lado de la carretera Andina, comunidades indígenas se han establecido dese hace muchos años. Un día, con el propósito de traer a algunos de estos indígenas a la luz del Evangelio, fuimos a visitar sus viviendas. Caminando a lo largo de la carretera de los Andes observamos que se habían plantado docenas de cruces, y en una de ellas, notamos a una indígena, vestida de vívidos colores, arrodillada y con una expresión del más profundo descontento en su rostro, con los brazos extendidos, mirando a la cruz de madera, moviendo sus labios y repitiendo, sin duda, rezos desconocidos para nosotros. Yo sugerí que mi esposa y yo esperáramos para hablar con ella cuando hubiera terminado de rezar. 

"¿Qué hacía en aquel lugar?”, le pregunté. 

"¿No sabe?”, respondió ella de la forma más humilde, ”Le estaba rezando a mi dios.” 

"¿Y dónde se encuentra tu dios?”, le pregunté. 

Apuntando hacia una de las cruces de madera, respondió: "Aquel es mi dios”. Cuando intenté hacerle entender el significado de la cruz, nos dimos cuenta que ella se encontraba en una ignorancia total del hecho de que, hace unos dos mil años, Cristo vino a este mundo para que los pecadores pudieran ser salvos. 

Nos dijo ella: "El cura viene una vez al año a la capilla de nuestra tierra a celebrar la santa Misa en Latín, lenguaje que no entendemos. Después de la Misa, vamos en procesión a la cima de la colina en la que plantamos otra cruz, y después de bendecir a la cruz con agua bendita y de escuchar otra corta ceremonia en Latín, descendemos a nuestra villa en la que por una semana, o diez días de embriaguez, festejamos hasta que nuestros hombres gastan hasta el último centavo, de tal forma que nos quedamos a dormir a la puerta de la iglesia; y luego, muy de mañana, nos regresamos a nuestras chozas; lo que sé es que donde quiera que encontremos cruces, debemos de hincarnos y de presentar nuestras peticiones”. 

Fue en ese momento que le enseñamos las Escrituras relacionadas con el Perfecto Sacrificio de Cristo completado en el Calvario, y cuando llegué al punto de invitarla a que abriera su corazón para recibir al Salvador, ella nos dijo: "Eso es bueno, eso es grande, pero, ¿no se dan cuenta que yo soy tan solo una mujer ignorante, un pobre ser humano que no puede pagar por esas cosas? Esas son cosas para ustedes que pertenecen a las clases altas.” 

 

"Oh, ¡No!”, le dije, "esto es para ti tanto como para nosotros”. Poco a poco su corazón se derretía conforme le explicábamos la forma en que Dios había amado al mundo entero. Minutos más tarde, los tres: la mujer indígena, mi esposa y yo, nos arrodillábamos en ese polvoriento camino de los altos Andes en el que mi esposa y yo la encomendábamos al amor de Dios; ella, finalmente abrió su corazón al Rey de Reyes y nosotros quedamos conmovidos frente una de las más grandes experiencias espirituales de nuestras vidas.

Cuando nos pusimos de pie, la triste expresión de la mujer indígena había desaparecido de su cara; ella tenía en cambio una gozosa y expresiva apariencia, indicando que había encontrado la felicidad en Cristo. Justo antes de que se apartara de nosotros, ella quiso también mostrarnos, a su manera, su gratitud ante Dios por haberle dado una felicidad tan grande; sosteniendo un prendedor en su mano, símbolo entre su gente de una profunda lealtad y amistad, exclamó: "Dios, te agradezco que aquí me hayas encontrado. Quisiera que mis manos quedaran atadas a las tuyas para que nunca jamás me pueda apartar de ti.” 

Ella se fue a su camino, habiendo aprendido que Cristo era su Salvador. Mientras ella se alejaba en la distancia, pensábamos en aquellos otros treinta y tres millones de indígenas en las Américas que aún estaban totalmente perdidos, y también allí era el lugar en el que le pedíamos a Dios que nos usara más eficientemente para traer a la luz a aquellos nobles descendientes de los Incas.” * 

* Nota: Yo aquí diría, "le pedíamos a Dios que nos ayudara a traer a la luz…”

 Referencia: Montaño, W. M. Behind the Purple Curtain. Chapter XII – The rebellion of the Continent. Cowman Publications, Inc., Los Ángeles, pp. 168-171. 1950.

 P. D.

 Todo el énfasis de Iglesia Romana es en el Crucifijo, en un Cristo muerto; pero no todos pueden comprar un crucifijo en Latinoamérica, por lo que la Iglesia Romana les dice, especialmente a comunidades indígenas, que se hagan cruces de madera por todos lados… 

Una de nuestras maestras de Norteamérica, después de algún tiempo de vivir en el interior de un país sudamericano, nos relata sus experiencias: 

"Estamos ahora en una pequeña ciudad de Sudamérica, situada al lado del mar. Todo el año, cientos de gentes vienen a esta pequeña aldea para escapar del intenso calor de los pueblos del interior. Aquí, en una pequeña elevación con vista al mar, se encuentra una cruz. Es yerma y poco atractiva; difícilmente podría encontrarse más crudamente formada. Sin embargo, aquí se le considera sagrada. 

Un día, mientras la observaba, me preguntaba cuántos cientos de almas habían pasado por esa cruz... Mientras contemplaba, un pequeño niño, listo para darse una zambullida en el océano, hizo una pausa delante de la cruz, y encorvándose, reverentemente la besó. Me sorprendió la devoción de un muchacho que pensaba en rendir homenaje a una cruz cuando había decenas de jovencitos por todos lados gritando y sumergiéndose en las frescas olas. Le pregunté a una conocida, nacida en la región, acerca de porqué aquel niño había besado a la cruz. 

Ella respondió: "La santa cruz lo va a proteger de morir ahogado”. 

"¿Crees tú que eso es cierto?” Le respondí yo. 

"Oh, sí, esta cruz ha hecho milagros,” me respondió ella fervientemente. 

Yo entonces pensé en los muchos pescadores que habían salido en sus frágiles embarcaciones a pescar para nunca volver. Mientras notaba la suciedad en la cruz en el lugar en el que el niño, y muchos otros, la habían besado, me maravillé de una fe tan estéril. 

Un día, al lado de otro camino, me di cuenta de la existencia de un pequeño cuarto cuadrado. Conforme me aproximaba, observé que se trataba de una ermita que tenía una cruz al centro, crudamente decorada con una corona de flores marchitas y con algunas cadenas de papel, como las que acostumbrábamos a hacer en el kínder; disculpen pero todo ello me daba una impresión semejante a la de un espantapájaros, porque un paño blanco se enrollaba alrededor de la cruz. Noté que esta cruz también se hallaba cubierta de mugre, sin duda las marcas de manos y de labios devotos. En el suelo, alrededor de su base, se encontraba un notable mar de cera. Me pregunté cuantos cientos de candiles habían sido allí ofrecidos. Mi pensar en el murmullo de aquellos rezos de corazones pesados bajo la maldición del pecado, hizo que mi propio corazón se sintiera pesado; esos no eran los rezos que traerían reposo a un corazón atribulado, porque aquella era una cruz sin Cristo. 

Un día, con el propósito de la higiene, quise remover un sucio cordón que se encontraba alrededor del cuello de un niño que asistía a nuestra escuela. Impactados y sorprendidos, sus ojos infantiles me miraban en tanto que su pequeña mano sacó de por dentro de una camisa hecha a mano, una pequeña cruz de aluminio. 

"Mi mamá me dice que es para mi protección”, dijo él, "y que no me la debo quitar”. 

Cruces, ¡cruces sin Cristo, todas ellas! 

Un día, una amiga estaba prendiendo dentro de la solapa de la corbata de su esposo un pequeño cuadro de seda sobre el que se encontraba una cruz bordada. Le pregunté porqué lo hacía. 

"La Santa Cruz protegerá a mi esposo y lo mantendrá fiel a mí”, me dijo. 

"Pobre gente”, pensé, "caminando en la obscuridad y en las tinieblas de la muerte, ‘en aquella Tierra de la Cruz sin Cristo’ ”. En ninguna ocasión escuché yo en aquellos lugares expresión alguna de lo que el poder del Cristo resucitado podía hacer…” 

Estériles y carentes de atracción alguna, aquellas cruces sin Cristo que abundan en esa "Tierra de la Cruz sin Cristo”, se encuentran totalmente vacías de aquello que consideramos sagrado. Por más de cuatrocientos años, corazones cansados, hambrientos, cargados por la maldición del pecado, se han postrado delante de la santa (?) cruz de Roma. ¿Acaso nosotros seremos capaces de llevarles al Cristo Viviente a aquellos que caminan en esas "tinieblas y en sombra de la muerte”? 

"La Tierra de la Cruz sin Cristo”, escribe nuestra maestra misionera, "son palabras que quemaban mi alma mucho antes de que pisara el suelo de Sudamérica. Sin embargo, nunca antes percibí a aquella aguda patología y tragedia hasta que viví y caminé entre aquellas cruces. Con toda certeza, nunca seremos capaces de agradecerle a Dios lo suficiente por la herencia Cristiana que tenemos en esta tierra Norteamericana que no era buscada por sus inmensas riquezas, sino más bien como refugio en el fuera posible adorar a Dios”. 

Un testimonio similar lo da Ruth Harmon quien …ha visitado a la Ciudad de México, quedando grandemente impresionada por el contraste entre la Iglesia Católica Romana y los servicios de una grande iglesia evangélica; ella visitó a la Basílica de Guadalupe, típica de muchas de Iglesias semejantes: Grande, ornamentada, alineada con docenas de puestos que venden reliquias religiosas y candiles. Cuando se entra en aquella iglesia, uno es casi de inmediato sacudido por el fuerte olor a incienso; después de que uno se acostumbra a la escasa luz del  interior, la atención es atraída hacia los hombres y mujeres indígenas, muchos de los cuales cargan a sus hijos en sus brazos. A los lados se encuentran los confesionales, en donde se sientan sacerdotes con apariencia aburrida. Conforme la gente pasa por las cajas de vidrio que contienen diversas reliquias religiosas, la gente las masajea con sus manos para luego sobar la cara de sus bebés. Una gran caja contiene una imagen de la Virgen María. Una pobre indígena, anciana y marchita, persistía en golpear la caja, como para hacer que la Virgen mirara al rosario que llevaba, y a la pieza de dinero que le estaba entregando. "La superstición de todo esto me atormentó durante toda la noche”… 

"Al domingo siguiente, visité a la Iglesia Presbiteriana Mexicana. Enseñaban en la escuela Dominical cuando yo llegué. Observé que de doce a catorce clases de la Biblia se presentaban simultáneamente. Los niños, evidentemente se encontraban en otra sección del edificio. Todos tenían sus Biblias abiertas, y estaban muy atentos al maestro. Después de la Escuela Dominical, el servicio de la iglesia prosiguió de inmediato. Tenían un coro de numerosas voces bien entrenadas… una pareja con buena educación, presentaba su hijo al lado de una pobre pareja indígena, cuya mujer vestía su chal, teniendo su pelo entrelazado en largas trenzas; su niño pequeño y solemne, era tan precioso ante los ojos de Dios, y ante los ojos del hombre, como la pequeña niña vestida elegantemente de la otra pareja. La iglesia se encontraba por completo bajo un liderazgo nacional. De nuevo quedé convencida que el trabajo misionero es la cosa más valiosa que existe en el mundo.” 

Referencia: Extractos de Idem, pp. 164 – 168. 

 

Tradujo: Fernando Castro-Chávez.

 
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