José María Arreola
Mendoza y la Honestidad de su Conciencia en Contra de La Mentira
Narrado por su sobrino, el escritor
Juan José Arreola
Juan José Arreola nos presenta el
siguiente testimonio acerca de la valentía de su tío José María:
“Mejoró más todavía (la familia
Arreola, con los hermanos mayores de su padre) cuando los hermanos se hicieron
sacerdotes. La familia pasó así, como la de Montaigne,
a pertenecer a la nobleza de toga. Los dos fueron alumnos muy distinguidos en
el seminario (sitio en donde estudian, principalmente los que van a tomar los
hábitos religiosos) y luego profesores del mismo seminario. José María, a los
20 años de edad, había ya formado en Zapotlán el
primer observatorio astronómico de todo Jalisco y daba clases de física, de
astronomía y, según creo, también de historia. Los dos se ordenaron sacerdotes
el mismo día (se refiere a su otro tío, Librado, hermano mayor que José María)
y su padrino de ordenación fue un condiscípulo que había cantado misa uno o dos
años antes que ellos. Pascual Díaz, que fue después canónigo, luego obispo y
finalmente arzobispo de México, el mismo que años después, con Portes Gil, le
diera solución a la revolución cristera (que fue un conflicto
religioso/político iniciado con la presidencia de Plutarco Elías Calles con
bastantes víctimas). Por haber sido tan amigos, siempre se hablaron con don
Pascual de tú y nunca olvidaron el apodo que le habían puesto en el seminario.
Tanto que durante la revolución cristera, mi tío de pronto decía a media
comida: “Bueno, y a todo esto, después de lo que ha dicho Calles, ¿qué opina la Rata?” Y mi tía Cuca se
escandalizaba: “Pero por Dios, Librado, es el arzobispo de México”. “Pues para
mí siempre será la Rata”, contestaba
Librado.
Por supuesto, mis dos tíos tenían un
cierto orgullo por haber sido condiscípulos del arzobispo de México, pero eran
personas tan seguras de sí mismas, tan completamente dueñas de su ser, que
nunca recurrieron a él. Fueron también muy amigos de otro personaje, éste de la
revolución cristera, muy importante, don Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo
de Guadalajara. En momentos en que Orozco y Jiménez había
ya asumido este arzobispado, fue cuando ocurrió el drama de la separación de la
Iglesia de mi tío José María. Eso pasó en 1914. Lo último que hizo, como
sacerdote, fue bautizar a mi hermano mayor.
José María dejó la Iglesia por causa
de discrepancias graves, de orden teológico y jerárquico. El nudo gordiano de
la cuestión fue el culto a la Virgen de Guadalupe, porque mi tío tuvo en sus
manos el ayate de Juan Diego. Era mi tío, como he dicho, un hombre de ciencia
muy respetado. Para ese tiempo ya trabajaba con don Manuel Gamio, el que
emprendió la teotihuacánida (la exploración y
documentación de las Ruinas Arqueológicas de Teotihuacán). Fue uno de los
ayudantes de Gamio, que colaboró en la exploración de las ruinas y en la
catalogación de los tesoros de Teothiuacán. Me viene
a la memoria que también mi tío estaba relacionado con un famosísimo personaje
de la historia de México, que tuvo mucho que ver con Maximiliano, monseñor de
Labastida y Dávalos, compadre de don Joaquín García Icazbalceta,
y cuyo nombre completo era tan largo: don Pelagio
Antonio de Labastida y Dávalos Rodríguez de la Cuesta, o algo por el estilo,
que cuando lo anunciaron ante el papa en el Vaticano, el pontífice dijo: “Que
pase uno primero y el otro después”.”
“Mi tío José María, seguidor de fray
Servando Teresa de Mier, se había relacionado con
sacerdotes ilustrados que tenían una devoción particular, escondida, por
figuras como Hidalgo y Morelos, a los que en esa época todavía se les seguía
juzgando casi como heresiarcas. Era, pues, un hombre liberal que incluso leía
libros fuera del orden eclesiástico, con licencia o sin ella. Tuvo en sus
manos, como dije, el ayate de Juan Diego, para su examen, y naturalmente no
pudo aceptar que la pintura de la guadalupana fuera un milagro, y que se
hubiera elaborado con elementos, con sustancias, que no existían en esta
tierra, con elementos celestes. Este acto de rebeldía no fue el único de su
vida como sacerdote. Más de una vez lo castigaron enviándolo a lugares
inaccesibles, como la Yesca, un lugar perdido, entre Jalisco y Zacatecas.
Las presiones aumentaron, y querían
que mi tío firmara un documento en el que aceptaba el origen milagroso de la
pintura del ayate. Entonces dijo: “Yo hasta aquí llegué”.
Todo había comenzado con una especie
de plebiscito sacerdotal destinado a consagrar a la Virgen de Guadalupe y hacer
la petición en tal sentido al papado, cosa que se había ya hecho una o dos
veces antes. En otras palabras, se pedía que se le concediera la categoría de
culto autorizado a la Virgen, cuyas apariciones habían estado cuestionadas en
particular en el siglo XVIII, pero también en el XIX.
José María Arreola Mendoza
(izquierda), Joaquín García Icazbalceta (centro),
Eduardo Sánchez Camacho (derecha).
Entonces el Vaticano le pide a
Labastida y Dávalos que envíe toda la documentación histórica que pueda
conseguir, y a monseñor se le ocurre llamar a su compadre, García Icazbalceta, para que lo ayudara en la tarea. García Icazbalceta, que ya había investigado al respecto, le
presenta una larga memoria erudita, que abarcaba desde los tiempos de la
Conquista, y en la cual, y con gran dolor, supongo, porque era católico hasta
el fondo del alma, afirma la falsedad de las apariciones. El Vaticano ignoró la
opinión del sabio mexicano, y mi tío se separó de la Iglesia. Otro miembro
distinguido lo hizo también, el que entonces era el obispo de Coahuila
[corrección: Era el valeroso segundo obispo de Tamaulipas, quien se llamaba Eduardo Sánchez
Camacho (ver abajo)]…”
(Referencia: Fernando del Paso.
Memoria y Olvido. D.F.:FCE,
2015:26-29).
Nexos documentando la información
presentada por el ilustre escritor mexicano J. J. Arreola:
Testimonio del valiente fraile
Francisco Bustamante de 1556 publicado por la “Real Academia de la Historia”,
en México:
http://fdocc.ucoz.com/6/fraile_francisco_bustamante.htm
Testimonio del honesto historiador
español Juan Bautista Muñoz, leído en 1794 en la “Real Academia de la Historia”
y publicado por la misma en 1817: http://fdocc.ucoz.com/6/juan_bautista_m.htm
Testimonio de elogio al valor en la
obra del mexicano Icazbalceta por Cesáreo Fernández
Duro, Secretario Accidental y Miembro Muy Activo de la “Real Academia de la
Historia”, y Miembro de la “Real Academia de San Fernando”, en España (1896):
http://fdocc.ucoz.com/6/cesareo_fernandez_duro.htm
Testimonio de la honestidad
Investigativa del honorable historiador mexicano Joaquín García Icazbalceta (1896):
http://fdocc.ucoz.com/6/joaquin_garcia_icazbalceta.htm
Testimonio del ex – obispo de
Tamaulipas, el valeroso Eduardo Sánchez Camacho (1905 – 1906):
http://fdocc.ucoz.com/6/eduardo_sanchez_camacho.htm y una carta suya
publicada en 1896:
http://fdocc.ucoz.com/6/eduardo_sanchez_camacho_carta.htm
Juan Bautista Muñoz (izquierda), Francisco
de Bustamante (centro), y Cesáreo Fernández Duro (derecha).
Algo que conservó José María durante
toda su vida, fue la honesta integridad de sus convicciones, a prueba de fuego
contra un liderazgo corrupto, fuera éste científico o religioso. Aquí se
encuentra el inicio de un bello poema que le dedicara un amigo y admirador:
A Mi Distinguido Amigo
El Sr. Pbro. José María Arreola
Tras los celajes que la nube oculta
Se pierde tú mirada,
Y en los mundos que insulta
El miserable ateo, cuando á la nada
Atribuye su máquina grandiosa,
Tú descubres á Dios en cada cosa...
Graham Bell
Zapotlán, junio 24 de 1895.
[Fuente: El Faro. Ciudad Guzmán, Jalisco, 1(9): 4 de julio de 1895, pp. 3 y
4 (una miscelánea revista fundada por José María Arreola, hoy propiedad de
Federico Munguía)].
Y uno más bastante intrigante acerca
de los espejismos que reflejan en el cielo, de cabeza, las cosas que están
sobre la tierra, aún las distantes:
Escritura de la Luz (fragmento)[1]
Narra Juan José Arreola:
“Ocurrió un venturoso día de mi infancia …una tarde en
un pueblo del sur de Jalisco, no recuerdo si se trata de Atoyac,
Zacoalco, Sayula o Techaluta, pueblos ubicados en una misma zona lacustre,
caminábamos gustosos por las trochas y las brechas, hasta deslizarnos peligrosa
y placenteramente por las playas salitrosas, ricas en tequezquite[2],
que siguen y serán por muchos años espejos de agua en tiempo de lluvias y
superficies llanas, saladas y vacías, desde febrero a julio de cada año, y que
son conocidas en la región como las playas de Sayula.
Visitadas por aves migratorias de todos los calibres,
desde la ágil chotacabras al pato cucharón y golondrino, hasta el cisne galano
de los cielos crepusculares. Aves que van por todo el mundo en busca de
santuarios para preservarse y escribir en el cielo sus palabras preciosas,
allí, en ese sitio que sólo las nubes fotógrafas conocen, ocurrió un hecho
insólito, casi irrepetible en una vida; alguien de los que iban con nosotros
gritó señalando al cielo: ¡Miren! ¿Y qué fue lo que vimos, ahora vivo sólo yo
para contarlo?
Vimos un espectáculo asombroso, vimos a todo el pueblo
reflejado en las nubes, pero de cabeza, claro, estaban las torres de la
iglesia, la plaza central, las calles, los árboles, las gentes y todo, pero
todo el pueblo estaba de cabeza como un inmenso papalote que fuera un espejo,
se nos venía encima, parecía como dibujado en suaves tintas y colores y las
gentes iban y venían como si fueran ángeles.
Es un espejismo, dijo con voz fuerte mi tío José María
(Arreola Mendoza). No hay duda, se trata de un espejismo colosal, sólo que en
lugar de estar en el suelo como todos los espejismos del mundo, éste se fue al
otro y se reflejó en el cielo…
Luego, al desaparecer el espejismo, mi tío inició una
sabia disertación científica acerca del inexplicable fenómeno, entre que si los
cristales microscópicos del suelo del salitre, que si las nubes contenían
ínfimas gotitas de humedad vaporizada, y que si los rayos crepusculares del sol
habían creado (es decir, formado) entre sí ópticas reflexiones de luz
occidental…
Cuando esto decía mi tío, se apareció sin venir a
cuento un hombre con dos burros cargados de tequezquite,
era nada menos que don Catarino Cajita; juro que así
se llamaba, mi padre lo conocía y le compraba tequezquite
para fabricar jabón. Preguntado por mi tío, respondió:
“Eso que se ve arriba es el ‘Pueblo Perdido’… y se ve
muy raras veces, yo tan sólo lo he visto una vez en mi vida, qué bueno que
ahora les tocó a ustedes verlo. A mí no me creen, dicen que son puras
fantasías, hasta llegaron a decir que estaba borracho cuando lo vi, aquí en el
pueblo hay otros viejos que lo han visto por si les quieren preguntar…”… vimos
el espejismo del ‘Pueblo Perdido’”.[3]
[1] Juan José Arreola. Prosa Dispersa (Ed. Orso Arreola). Edo. de Méx.:Conaculta
(Letras Mexicanas, 4ta. Serie) 2002:209-210.
[2] Tequesquite, tequexquite o tequixquitl (del
náhuatl tetl, ‘piedra’; quixquitl,
‘brotante’, ‘Piedra que sale por sí sola,
eflorescente’): sal mineral natural alcalina de grano grueso grisáceo,
compuesta por minerales variables: bicarbonato de sodio y sal común (cloruro de
sodio), carbonato de potasio, sulfato de sodio y arcilla usada desde el México
prehispánico como sazonador de alimentos.